viernes, 12 de febrero de 2010

Gerontosaurios






Por Rocío Silva Santisteban

Un gerontosaurio no es un animal en extinción. En realidad, es un homus politicus, que debido a la incapacidad o desidia de sus coetáneos, que no contemporáneos, resuelve quedarse en el puesto político que desempeña como líder por los siglos de los siglos. Un gerontosaurio no es un político antiguo ni un setentero necesariamente: un gerontosaurio es alguien que no busca renovar su espacio político ni renovarse personalmente: un ex adolescente militante que vive mirando las luchas anteriores a la Asamblea Constituyente del 79. Alguien que cuando se ve en el espejo espera encontrar al joven barbudo que fue, aun cuando ya no tenga solo entradas sino calvicie franca y redonda. El gerontosaurio es un ser que tiene miedo a la renovación, porque él fue la renovación radical en un momento de su vida, y si para una mujer es complejo aceptar la vejez, para un gerontosaurio es casi un laberinto de intensidades viscosas. Por este motivo muchos gerontosaurios tienen cierta deficiencia de tolerancia a los saurios jóvenes, sobre todo si tienen pasta de líderes.

Yo pensaba que los gerontosaurios eran de izquierda: ¡ahí están tantísimos para demostrarlo! Aquellos líderes que a los 25 años ya militaban y enarbolaban banderas, y eran grandes oradores y hoy, percudidos por la cultura autoritaria, ni siquiera se atreven a escoger a un delfín… Pero estoy completamente equivocada: una ex compañera de la universidad y militante pepecista me comentó que en la derecha peruana el gerontosaurismo llega a niveles peores que en la izquierda: “la misma vejez que opina, organiza, manda, hace caja para sus bolsillos y ¡apaga cualquier intento de renovación!”. ¿Y en el aprismo? Hay manadas de gerontosaurios que alucinan que sus contendores son los “cuarentones” como si esta edad fuera una etapa de la juventud. La verdad que si alguien sostiene que Aurelio Pastor o Carlos Arana son jóvenes, entonces, es un irredento gerontosaurio con briznas de Alzheimer.

Un líder de la tercera edad no es necesariamente un gerontosaurio: por ejemplo Haya de la Torre nunca lo fue. Precisamente porque sabía que lo imprescindible para mantener la política en ebullición es la carne fresca, la mística de los jóvenes, las apuestas por mentes aún no contaminadas por las sumas y restas de los reacomodos electorales. Hoy en día un militante viejo y sabio de izquierda, cuyo nombre no menciono porque estoy segura de que no le va a gustar, pero que para dar ciertas pistas diré que es sociólogo de vocación y no de título e intenta diálogos con los jóvenes permanentemente, es en realidad más muchacho que aquellos que no se enlodan las manos; tiene canas y muchos años a cuestas, pero no pertenece a ninguna familia de reptiles.

Como bien dice el poeta Frido Martin, “el gerontosaurismo es un estado mental”, no una coción temporal. Lo más triste de todo es que hay gerontosaurios-bebés, que con las justas h pado de una asamblea, pero ya llevan las escamas a cuestas y están cambiando por enésima vez de camiseta. Son los más peligrosos.

Bartolomé Herrera y la soberanía de la inteligencia


Bartolomé Herrera

Por: Martín Santiváñez Vivanco

En el Perú nos hemos acostumbrado al poder absoluto de una nefasta argolla intelectual que promociona indiscriminadamente panfletos doctrinarios, libelos subalternos y una ruma de papel marrón destinada a los anaqueles del más perfecto olvido. Me viene a la mente, por ejemplo, la estéril disputa seudoacadémica que desató el folletín del señor Nelson Manrique sobre el liderazgo de Haya de la Torre. Un escrito basado en la hermenéutica sesgada y tosca de un viejo rival político difícilmente es defendible desde el punto de vista científico. Sin embargo, el vómito negro de su hipótesis fue ampliamente reseñado por la parvada de mediocres que dominan la vida cultural peruana, lacayos peligrosos que imprimen sus miserias y transforman la carencia mental de doxa en episteme.

Sucede todo lo contrario con el libro que hoy tengo entre manos, una de esas pequeñas joyas que bregan contra la corriente de lo políticamente correcto. Se trata de un compendio de ensayos correctamente redactados en torno al pensamiento de Bartolomé Herrera, una de las mentes más lúcidas que ha dado este país. Lo indignante es que Bartolomé Herrera y su tiempo, obra liderada por Fernán Altuve-Febres Lores, factótum del tradicionalismo peruano, no ha desatado entre nuestros comisarios del pensamiento la histeria colectiva que provocaron, hace unos meses, las sosas invectivas de Manrique a la transformación programática y el olfato político del fundador del aprismo.

¿Qué pasa con el Perú? ¿Por qué somos tan rácanos con el que no piensa como nosotros? Urge quebrar el gran muro del favoritismo y retornar a una discusión veraz y humilde sobre los grandes problemas del país, los pactos que precisa nuestro Estado, las políticas que tenemos que aplicar sin que medie la ideología.

De lo contrario, reforzaremos la falacia de creer que todo lo bueno, puro y santo ha de recibir, siempre, el imprimátur del Santo Oficio izquierdista. La mafia que se apoderó de la Universidad Católica, el cártel que pontifica desde el púlpito profano de los medios de comunicación y esos falsos Prometeos que pululan en el agostado panorama cultural peruano, tarde o temprano, rendirán el fortín. Contemplaremos su caída. Y ella será la obra magna de una nueva generación formada en el espíritu crítico del Real Convictorio de San Carlos, en la peruanidad del claustro sanmarquino novecentista, y en el ejemplo solidario de las Universidades Populares.

Entonces, sólo entonces, la soberanía de la inteligencia se impondrá a la dictadura de la mediocridad. Hay pensamiento en la orilla opuesta. Hay pensamiento y brillan las ideas. Un resplandor de este nuevo amanecer estalla en este libro, injustamente postergado. Un libro que habla de Patria, Dios, orgullo y autoridad. Un libro que refleja, por fin, la grandeza del Perú.


Justos por pecadores

Autor: Patricia del Río

Nací en hogar católico, me bautizaron sin consultarme, hice mi primera comunión a los ocho años y me confirmé justo antes de salir del colegio. Yo era de las niñas que asumía su religión con disciplina, pero sin mayor entusiasmo. Siempre me pareció que pertenecía a una iglesia en la que las mujeres no pintábamos para nada. Cuántas veces en el colegio nos quedamos sin misa porque no llegaba el cura. No importaba si había cincuenta religiosas que se supieran el rito de memoria. Sin sacerdote, las mujeres éramos almas desvalidas incapaces de recibir la gracia de Dios.

Con el tiempo, mi brecha con la Iglesia se ha ido acrecentando: no entiendo por qué tendría que formar parte de una institución que no les permite a las parejas escoger los métodos anticonceptivos que les plazcan, o que inculca la culpa como motor de la educación en los niños. No me siento cómoda avalando, con mi feligresía, contradicciones tan pavorosas como que en todas las playas de Asia hay un cura disponible para hacer misa, pero hay pueblos del Perú donde los niños llevan el pelo hasta la cintura (la tradición dicta que no se les debe cortar hasta que se bauticen) porque hace años que por esos lares no aparece un sacerdote. Podría seguir citando argumentos, pero ese no es el sentido de esta columna. No soy una militante anti-Iglesia, ni nada que se le parezca, y he ordenado mi vida de tal modo que me acerco a Dios de otras formas sin fastidiar a nadie. La pregunta es, si yo, como miles de peruanos, he podido laicizar mi vida, por qué el Estado peruano no.

Está claro que Jaime Bayly, nos guste o no, marcará buena parte del debate durante la campaña electoral. Si ha influido fuerte en procesos en los que no participó activamente, imagínense lo que pasará si ahora se lanza. No abrazo todos sus credos y no estoy segura de que se esté tomando en serio todos los temas que plantea, pero sobre este punto me declaro su absoluta seguidora: basta ya de resignarnos a vivir bajo la tutela de un Estado que se dice laico y no lo es.

Hasta cuándo la Iglesia seguirá metiendo su cuchara en políticas de educación sexual o salud reproductiva. Por qué tenemos que avalar, con nuestros impuestos, la subvención a una institución religiosa que no quiere que se promueva el uso del condón para sexo seguro, o que impide a las mujeres tomar la 'píldora del día siguiente’. Por qué los obispos y curas reciben un sueldo que se paga con los recursos de todos los peruanos, de los justos y los pecadores, y los militares y policías, en cambio, tienen casi que mendigar para que les aumenten cien soles.

Este no es un tema de dinero, es un tema de principios. Vamos a ver cuántos candidatos presidenciales se animan a comprometerse con esta causa. Amén
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