Por César Vidal
Durante los años sesenta, la Revolución cultural china se convirtió en un auténtico faro de esperanza para millones. Su irradiación no se limitaba a los pueblos del Tercer mundo sino que incluía a los intelectuales de Occidente que, en no pocos casos, la consideraron un innegable punto de referencia. Desde su perspectiva, el curioso fenómeno no era sino la realización de la revolución en profundidad, el final del blando revisionismo ideológico e incluso la consumación de las esperanzas del mayo del 68. Sin embargo, despejados los humos triunfalistas de la propaganda, hoy sigue existiendo una pregunta que exige respuesta imperativa: ¿Qué fue realmente la revolución cultural china?
Corría el año 1960 cuando el presidente Mao Zedong anunció que se iba a dar inicio una nueva revolución —la revolución cultural proletaria— cuya finalidad sería la de acabar con los denominados “cuatro viejos”: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Para muchos, aquel anuncio constituía una buena nueva que debía ser proclamada de manera inmediata a los cuatros vientos. Sin embargo, la realidad resultaba mucho más compleja y, sobre todo, siniestra. Lo que, en apariencia, era un intento de profundizar en las metas revolucionarias del Partido comunista chino, en realidad, era una espesa cortina de humo y sangre para ocultar una encarnizada lucha por el poder.
Al igual que había sucedido con anterioridad en otros regímenes comunistas, las medidas económicas tomadas por Mao se habían saldado con estrepitosos desastres que se tradujeron en la muerte por inanición de decenas de millones de personas. El fracaso del denominado Gran salto adelante incluso abrió el camino hacia el poder a personajes como Liu Shaoqi y Deng Xiaoping que pretendían mejorar la gestión económica y evitar así el colapso de un sistema que no podía aspirar a perpetuarse sólo mediante la represión más descarnada. El aumento de poder de los citados dignatarios fue interpretado por Mao —seguramente con razón— como una amenaza para su posición personal. Para evitar el verse relegado a un plano secundario y quizá sólo decorativo, Mao acusó a sus rivales de revisionistas, apeló fundamentalmente a los elementos más jóvenes del partido e intentó controlar de manera muy especial el poder en las fuerzas armadas. Iniciada en Shanghai, la revolución cultural proletaria se extendió rápidamente a Pekín siendo el primer represaliado Luo Ruiqing, jefe de Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación. De la caída de Luo, se benefició Lin Biao, ministro de Defensa, y, muy especialmente, Mao que, al asegurarse el control militar, contaba con todas las bazas en sus manos.
Pero junto al empleo de la fuerza, Mao demostró contar con un especial talento propagandístico. En agosto de 1966, se publicó su artículo Bombardead el Cuartel General. Convertido en uno de los lemas preferidos de los guardias rojos, sirvió para acobardar a los cuadros del partido que se percataron de que un enfrentamiento con Mao podía acabar con todo el sistema. En octubre de aquel mismo año apareció el famoso Libro Rojo, pronto traducido a decenas de lenguas, donde se recogía mediante una selección de citas el pensamiento político de Mao. A partir de ese momento en especial, Mao recurrió al uso masivo del terror llevado a cabo fundamentalmente por los guardias rojos. Éstos, en su mayoría extremadamente jóvenes, comenzaron no sólo a criticar sino también a delatar y agredir a maestros, educadores y padres.
El paralelo con el mayo del 68 francés no se le escapó a casi nadie aunque se pasara por alto que detrás de la revolución cultural sólo estaban las maniobras de un dictador por mantenerse en el poder. En China, presos del terror, millones de personas se confesaban públicamente culpables de terribles crímenes recibiendo después castigos supuestamente populares que podían ir desde las burlas o las palizas a la deportación a campos de concentración o la muerte. Como era de esperar, los ajustes de cuentas por razones inconfesables menudearon. Además de provocar esta crisis de autoridad, Mao recurrió a un mensaje campesinista —casi telúrico— que obligó, por ejemplo, a los intelectuales a trabajar en el campo y que empeoró todavía más la situación económica. En enero de 1967, el movimiento se extendió a otras zonas urbanas. Iba a ser un año difícil durante el cual llegó incluso a producirse un caso de insubordinación militar —el del comandante en jefe de la ciudad de Wuhan— resuelto gracias a la intervención personal de Zhou Enlai.
Durante 1968 dio la impresión de que el régimen comunista estaba a punto de colapsarse especialmente cuando miles de personas murieron en enfrentamientos en las provincias de Guangdong y Guangxi. Semejante situación determinó el inicio de un cambio de rumbo en la revolución cultural. Así, aunque los máximos dirigentes del partido se vieron obligados a realizar su autocrítica en las escuelas de mandos Siete de Mayo, la oleada represiva comenzó a ceder. La circunstancia decisiva que concluyó con la revolución cultural se produjo en marzo de 1969 cuando estalló en el norte de China un conflicto fronterizo con la URSS, mientras al sur Estados Unidos libraba la guerra de Vietnam. Temeroso de que la difícil situación internacional se sumara al caos interno, Mao decidió dar por concluida la revolución cultural proletaria.
En abril de 1969, el Partido Comunista Chino procedió a celebrar su IX Congreso. En él se anunció que había terminado la revolución cultural proletaria, se afirmó el papel moderador del ejército controlado por Mao y como sucesor de éste fue elegido Lin Biao. Para ese entonces los daños causados por la revolución se habían revelado espectaculares. En términos culturales, lo cierto es que los guardias rojos habían dejado de manifiesto una capacidad destructiva extraordinaria. Así arrasaron multitud de monumentos artísticos o se encargaron de que se prohibieran todas las óperas salvo cuatro de carácter revolucionario. Los creyentes o los miembros de etnias distintas de la mayoritaria fueron igualmente objeto de una represión extraordinaria que, sumada a la de los ciudadanos de a pie, se tradujo en la muerte de decenas de millones de personas. Ni siquiera los protagonistas de la revolución cultural salieron bien parados. Los guardias rojos, por ejemplo, fueron enviados a zonas inhóspitas del país de donde no podrían regresar hasta la década de los ochenta. Pero lo más significativo es que el mismo maoísmo quedó herido de muerte tras la revolución. En 1976, ya fallecido Mao, se produjo la detención de la denominada “Banda de los Cuatro” (Jiang Qing, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen). Finalmente, personajes purgados durante la revolución cultural —el más significativo fue, sin duda, Deng Xiaoping— asumieron el poder e intentaron articular medidas alternativas. Si el Partido comunista chino pretendía mantenerse en el poder sería transitando un camino distinto al trazado por Mao, el hombre que para continuar ejerciendo su poder de manera despótica había desencadenado la revolución cultural china.