Alfredo Astiz
Por Ángel Páez
En diciembre último arrancó el proceso judicial contra el símbolo de la represión y la “guerra sucia” en Argentina, el capitán de fragata Alfredo Astiz, justamente cuando aparecieron dos libros testimoniales de sus víctimas. Astiz se justifica hasta ahora como soldado victorioso del Estado contra la subversión.
“Las fuerzas armadas tienen quinientos mil hombres técnicamente preparados para matar. Yo soy el mejor de todos.”.
Alfredo Astiz
Volver a matar, así se titula el libro que el capitán de fragata en retiro Alfredo Ignacio Astiz llevó el pasado 11 de diciembre a la audiencia que dio inicio al juicio que afronta por haber participado en las atrocidades cometidas como oficial de inteligencia en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el Auschwitz argentino. Astiz exhibió la publicación con el expreso y siniestro propósito de mortificar a los familiares de las víctimas presentes en el tribunal. Al blandir Volver a matar, cuyo autor es el ex jefe de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE), Juan Bautista Yofre, el marino Astiz proclamaba estar orgulloso de lo que había hecho y que estaba disponible para repetirlo.
A Astiz –nacido en Buenos Aires el ocho de noviembre de 1951, hijo de Alfredo Edgardo Astiz, un oficial naval que alcanzó el grado de vicealmirante– los testigos le atribuyen el plagio y desaparición de Dagmar Hagelin (27 de enero de 1977), una adolescente argentina de origen sueco, y de las monjas francesas Alice Domon (ocho de diciembre de 1977) y Léonie Duquet (10 de diciembre de 1977), religiosas que colaboraron con la organización de las Madres de la Plaza de Mayo. Luego de haber permanecido encerradas y torturadas en los calabozos del Esma, Hagelin, Domon y Duquet fueron lanzadas desde aeronaves navales como parte de los tristemente célebres “vuelos de la muerte”.
Dos libros de reciente publicación, cuya aparición coincidió con el comienzo del juicio público a Alfredo Ignacio Astiz y sus cómplices del “Grupo de Tareas 3.3.2”, la banda de secuestradores y asesinos que operaba desde la ESMA, describen con espanto las actividades del represor argentino que llegó a declarar: “A mí me decían: anda a buscar a tal, yo iba y lo traía, vivo o muerto”.
“Las fuerzas armadas tienen quinientos mil hombres técnicamente preparados para matar. Yo soy el mejor de todos.”.
Alfredo Astiz
Volver a matar, así se titula el libro que el capitán de fragata en retiro Alfredo Ignacio Astiz llevó el pasado 11 de diciembre a la audiencia que dio inicio al juicio que afronta por haber participado en las atrocidades cometidas como oficial de inteligencia en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el Auschwitz argentino. Astiz exhibió la publicación con el expreso y siniestro propósito de mortificar a los familiares de las víctimas presentes en el tribunal. Al blandir Volver a matar, cuyo autor es el ex jefe de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE), Juan Bautista Yofre, el marino Astiz proclamaba estar orgulloso de lo que había hecho y que estaba disponible para repetirlo.
A Astiz –nacido en Buenos Aires el ocho de noviembre de 1951, hijo de Alfredo Edgardo Astiz, un oficial naval que alcanzó el grado de vicealmirante– los testigos le atribuyen el plagio y desaparición de Dagmar Hagelin (27 de enero de 1977), una adolescente argentina de origen sueco, y de las monjas francesas Alice Domon (ocho de diciembre de 1977) y Léonie Duquet (10 de diciembre de 1977), religiosas que colaboraron con la organización de las Madres de la Plaza de Mayo. Luego de haber permanecido encerradas y torturadas en los calabozos del Esma, Hagelin, Domon y Duquet fueron lanzadas desde aeronaves navales como parte de los tristemente célebres “vuelos de la muerte”.
Dos libros de reciente publicación, cuya aparición coincidió con el comienzo del juicio público a Alfredo Ignacio Astiz y sus cómplices del “Grupo de Tareas 3.3.2”, la banda de secuestradores y asesinos que operaba desde la ESMA, describen con espanto las actividades del represor argentino que llegó a declarar: “A mí me decían: anda a buscar a tal, yo iba y lo traía, vivo o muerto”.
El Ángel de la Muerte
En el primero, El Verdugo: Astiz, un soldado del terrorismo de estado, del periodista Jorge Camarasa (Planeta, 2009), se traza un perfil profundo, revelador y escalofriante del represor que simboliza la guerra sucia de la dictadura militar en Argentina y que reclama honor y respeto por haber vencido a la subversión. Para develar la entraña de Astiz, un criminal en serie que se cree un cruzado del mundo Occidental contra la amenaza comunista, Camarasa relata minuciosamente la trágica y espeluznante lucha de Ragnar Hagelin por la aparición con vida de su hija Dagmar –hace virtualmente 33 años–, hasta el día de hoy en que asiste al proceso contra Astiz, a la espera de que este al final se rinda y confiese dónde se encuentra el cuerpo de la joven.
El segundo libro que contiene revelaciones sobre Astiz y sacude desde la primera hasta la última página es Misionera durante la dictadura (Planeta, 2009), de Yvonne Pierron, la monja que compartía misión con Alice Domon y Léonie Duquet, y que por una casualidad se libró de caer en las redes de los depredadores anticomunistas instalados en el gobierno. Pierron, como sus desaparecidas compañeras, intervino en los esfuerzos para que los familiares de los desaparecidos sean escuchados por la dictadura que se negaba a aceptar que existía violación de los derechos humanos. Pero el testimonio de Yvonne Pierron es también un alegato contra la jerarquía de la Iglesia argentina, que bendijo la “guerra sucia” de la junta militar del general Jorge Rafael Videla y del almirante Emilio Eduardo Massera, el protector de Alfredo Ignacio Astiz.
La primera víctima
Astiz se cree un iluminado de la guerra contra la subversión, por eso se preparó en la Escuela de las Américas, donde también se entrenaron criminales como Telmo Hurtado Hurtado y Santiago Martin Rivas. Una vez que se graduó, en 1976, “pidió su traslado a la ESMA, y en los primeros días de enero, ya revistaba en su nuevo destino dentro de una estructura creada seis meses antes: el Grupo de Tareas 3.3.2”, escribe Jorge Camarasa: “Allí iba a desarrollar las habilidades que había aprendido en la Escuela de las Américas, y apenas dos semanas después de llegar, balearía a Dagmar Hagelin por la espalda. Había empezado su cruzada personal contra los Montoneros. Y 1977 amenazaba con ser su año de gloria. Había empezado a escribir su biografía”.
Dagmar había ido a visitar a Norma Susana Burgos, viuda de un dirigente de Montoneros y amiga de la madre de Hagelin. Pero no encontró a Burgos sino a Astiz. Dagmar, asustada, comenzó a correr. “El Ángel Rubio” le disparó un tiro y la derribó ante testigos, la metió en el cofre de un vehículo y enrumbó a las mazmorras de la ESMA. Nunca más se sabría de la joven de 17 años. El periodista Camarasa y el padre de Dagmar sugieren que Norma Susana Burgos delató a la muchacha. Entre otras razones, porque Burgos fue novia de Astiz en una escuela de Mar del Plata donde estudiaron. Además, a diferencia de otros detenidos en la ESMA, Burgos salvó de morir y los marinos la dejaron en libertad en Madrid, donde luego se reuniría con el progenitor de Dagmar para contarle lo que había sucedido. Para completar las sospechas, en el encuentro Burgos le entregó a Hagelin la prenda que vestía la adolescente cuando Astiz la secuestró.
La muerte y la fe
Poco después, el 25 de marzo de 1977, Astiz sería parte del operativo para plagiar y desaparecer al admirado escritor, periodista y dirigente montonero Rodolfo Walsh. Por esos días el marino había cambiado de nombre. Se hacía llamar Gustavo Niño y decía que un hermano había sido plagiado por los militares. Por su aspecto angelical, rubicundo y de ojos azules, un grupo de mujeres que había comenzado a reunirse para reclamar por sus hijos aceptaron que se integrara el movimiento que derivaría en la formación de las Madres de Plaza de Mayo. En la lista negra de Astiz estaban las monjas Alice Domon, Léonie Duquet e Yvonne Pierron, pero esta se salvó de milagro porque estaba fuera de la ciudad. Entre el ocho y diez de diciembre, el grupo de Astiz intervino a 12 personas relacionadas con las Madres de Plaza de Mayo. Pero él se lava las manos. Afirma que su única tarea consistió en identificar a los subversivos que manejaban la asociación de los familiares de los desaparecidos, entre ellos Azucena Villafor de Vicenti, quien había perdido a su hijo y a la mujer de este, y que virtualmente adoptó como vástago a “Gustavo Niño”. A todas las ejecutaron. Astiz las había marcado. Y está orgulloso de su faena: “Todos hicimos todo, sabíamos lo que hacíamos”, ha dicho. A los pocos días del plagio, Domon y Duquet aparecieron en una fotografía filtrada por los secuestradores para simular que las religiosas eran militantes del grupo Montoneros.
“El pequeño protegido de las Madres de Plaza de Mayo, el pobre muchacho que había perdido a su hermano, el rubio buen mozo con ojos azules, era un agente secreto de las fuerzas armadas. (...) Esta historia me hiela la sangre”, relata Yvonne Pierron, la sobreviviente: “Una cosa es imaginar un Estado criminal. Otra, haberse en los rasgos de un joven, frío e inhumano (Astiz). Un joven dispuesto a mentir, a engañar a mujeres que le habían ofrecido su corazón. Un joven que condenaba a estas mujeres al suplicio”. A pesar del brutal zarpazo, las Madres de la Plaza de Mayo, para desgracia de Astiz y los represores, se reconstituyeron y pelearon hasta el final.
Pierron desde Francia desplegó una campaña mundial para rescatar con vida a sus compañeras religiosas con el apoyo de exiliados argentinos. Ellos reconocieron en 1978, en París, a Alfredo Astiz que se hacía pasar con la falsa identidad de Alberto Escudero. Pretendía infiltrar a la agrupación con el probable propósito de secuestrar a los líderes, con acciones tipo la “Operación Cóndor”. Descubierto, el gobierno francés expulsó a Astiz y la dictadura lo premió con un cargo en Sudáfrica. Volvió a la primera plana de la prensa mundial el 25 de abril de 1982 cuando firmó el acta de rendición ante los ingleses que habían reconquistado Las Malvinas. En 1990, un tribunal francés lo condenó a cadena perpetua por el homicidio de las monjas Domon y Duquet, pero llegó a alcanzar el grado de capitán de fragata. Disfrutaba de la impunidad y de la protección de la Marina hasta que el 28 de enero de 1998 la periodista Gabriela Cerruti publicó una entrevista en la que Alfredo Ignacio Astiz justificó la “guerra sucia” y su papel de criminal: “Las fuerzas armadas tienen quinientos mil hombres técnicamente preparados para matar. Yo soy el mejor de todos”. Por estas palabras, la Armada lo expulsó y la justicia le abrió 11 procesos.
Los represores como Astiz asumen que la aniquilación es el final de todo, pero se equivocan. La muerte no anula la fe. “Cuando se viven terribles sufrimientos, la fe permite sentir las cosas de otra manera”, escribe Yvonne Pierron: “Mi fe me permite no dejarme destruir por el sufrimiento. Para mí es una fuerza mayor”. Esa fe es lo que le ha permitido vivir hasta ahora a Pierron, hoy de 81 años, para ser testigo de la próxima condena al “Ángel Rubio”. Y entonces alguien escribirá un libro que se titule: Astiz, el carnicero que recibió su merecido.
En el primero, El Verdugo: Astiz, un soldado del terrorismo de estado, del periodista Jorge Camarasa (Planeta, 2009), se traza un perfil profundo, revelador y escalofriante del represor que simboliza la guerra sucia de la dictadura militar en Argentina y que reclama honor y respeto por haber vencido a la subversión. Para develar la entraña de Astiz, un criminal en serie que se cree un cruzado del mundo Occidental contra la amenaza comunista, Camarasa relata minuciosamente la trágica y espeluznante lucha de Ragnar Hagelin por la aparición con vida de su hija Dagmar –hace virtualmente 33 años–, hasta el día de hoy en que asiste al proceso contra Astiz, a la espera de que este al final se rinda y confiese dónde se encuentra el cuerpo de la joven.
El segundo libro que contiene revelaciones sobre Astiz y sacude desde la primera hasta la última página es Misionera durante la dictadura (Planeta, 2009), de Yvonne Pierron, la monja que compartía misión con Alice Domon y Léonie Duquet, y que por una casualidad se libró de caer en las redes de los depredadores anticomunistas instalados en el gobierno. Pierron, como sus desaparecidas compañeras, intervino en los esfuerzos para que los familiares de los desaparecidos sean escuchados por la dictadura que se negaba a aceptar que existía violación de los derechos humanos. Pero el testimonio de Yvonne Pierron es también un alegato contra la jerarquía de la Iglesia argentina, que bendijo la “guerra sucia” de la junta militar del general Jorge Rafael Videla y del almirante Emilio Eduardo Massera, el protector de Alfredo Ignacio Astiz.
La primera víctima
Astiz se cree un iluminado de la guerra contra la subversión, por eso se preparó en la Escuela de las Américas, donde también se entrenaron criminales como Telmo Hurtado Hurtado y Santiago Martin Rivas. Una vez que se graduó, en 1976, “pidió su traslado a la ESMA, y en los primeros días de enero, ya revistaba en su nuevo destino dentro de una estructura creada seis meses antes: el Grupo de Tareas 3.3.2”, escribe Jorge Camarasa: “Allí iba a desarrollar las habilidades que había aprendido en la Escuela de las Américas, y apenas dos semanas después de llegar, balearía a Dagmar Hagelin por la espalda. Había empezado su cruzada personal contra los Montoneros. Y 1977 amenazaba con ser su año de gloria. Había empezado a escribir su biografía”.
Dagmar había ido a visitar a Norma Susana Burgos, viuda de un dirigente de Montoneros y amiga de la madre de Hagelin. Pero no encontró a Burgos sino a Astiz. Dagmar, asustada, comenzó a correr. “El Ángel Rubio” le disparó un tiro y la derribó ante testigos, la metió en el cofre de un vehículo y enrumbó a las mazmorras de la ESMA. Nunca más se sabría de la joven de 17 años. El periodista Camarasa y el padre de Dagmar sugieren que Norma Susana Burgos delató a la muchacha. Entre otras razones, porque Burgos fue novia de Astiz en una escuela de Mar del Plata donde estudiaron. Además, a diferencia de otros detenidos en la ESMA, Burgos salvó de morir y los marinos la dejaron en libertad en Madrid, donde luego se reuniría con el progenitor de Dagmar para contarle lo que había sucedido. Para completar las sospechas, en el encuentro Burgos le entregó a Hagelin la prenda que vestía la adolescente cuando Astiz la secuestró.
La muerte y la fe
Poco después, el 25 de marzo de 1977, Astiz sería parte del operativo para plagiar y desaparecer al admirado escritor, periodista y dirigente montonero Rodolfo Walsh. Por esos días el marino había cambiado de nombre. Se hacía llamar Gustavo Niño y decía que un hermano había sido plagiado por los militares. Por su aspecto angelical, rubicundo y de ojos azules, un grupo de mujeres que había comenzado a reunirse para reclamar por sus hijos aceptaron que se integrara el movimiento que derivaría en la formación de las Madres de Plaza de Mayo. En la lista negra de Astiz estaban las monjas Alice Domon, Léonie Duquet e Yvonne Pierron, pero esta se salvó de milagro porque estaba fuera de la ciudad. Entre el ocho y diez de diciembre, el grupo de Astiz intervino a 12 personas relacionadas con las Madres de Plaza de Mayo. Pero él se lava las manos. Afirma que su única tarea consistió en identificar a los subversivos que manejaban la asociación de los familiares de los desaparecidos, entre ellos Azucena Villafor de Vicenti, quien había perdido a su hijo y a la mujer de este, y que virtualmente adoptó como vástago a “Gustavo Niño”. A todas las ejecutaron. Astiz las había marcado. Y está orgulloso de su faena: “Todos hicimos todo, sabíamos lo que hacíamos”, ha dicho. A los pocos días del plagio, Domon y Duquet aparecieron en una fotografía filtrada por los secuestradores para simular que las religiosas eran militantes del grupo Montoneros.
“El pequeño protegido de las Madres de Plaza de Mayo, el pobre muchacho que había perdido a su hermano, el rubio buen mozo con ojos azules, era un agente secreto de las fuerzas armadas. (...) Esta historia me hiela la sangre”, relata Yvonne Pierron, la sobreviviente: “Una cosa es imaginar un Estado criminal. Otra, haberse en los rasgos de un joven, frío e inhumano (Astiz). Un joven dispuesto a mentir, a engañar a mujeres que le habían ofrecido su corazón. Un joven que condenaba a estas mujeres al suplicio”. A pesar del brutal zarpazo, las Madres de la Plaza de Mayo, para desgracia de Astiz y los represores, se reconstituyeron y pelearon hasta el final.
Pierron desde Francia desplegó una campaña mundial para rescatar con vida a sus compañeras religiosas con el apoyo de exiliados argentinos. Ellos reconocieron en 1978, en París, a Alfredo Astiz que se hacía pasar con la falsa identidad de Alberto Escudero. Pretendía infiltrar a la agrupación con el probable propósito de secuestrar a los líderes, con acciones tipo la “Operación Cóndor”. Descubierto, el gobierno francés expulsó a Astiz y la dictadura lo premió con un cargo en Sudáfrica. Volvió a la primera plana de la prensa mundial el 25 de abril de 1982 cuando firmó el acta de rendición ante los ingleses que habían reconquistado Las Malvinas. En 1990, un tribunal francés lo condenó a cadena perpetua por el homicidio de las monjas Domon y Duquet, pero llegó a alcanzar el grado de capitán de fragata. Disfrutaba de la impunidad y de la protección de la Marina hasta que el 28 de enero de 1998 la periodista Gabriela Cerruti publicó una entrevista en la que Alfredo Ignacio Astiz justificó la “guerra sucia” y su papel de criminal: “Las fuerzas armadas tienen quinientos mil hombres técnicamente preparados para matar. Yo soy el mejor de todos”. Por estas palabras, la Armada lo expulsó y la justicia le abrió 11 procesos.
Los represores como Astiz asumen que la aniquilación es el final de todo, pero se equivocan. La muerte no anula la fe. “Cuando se viven terribles sufrimientos, la fe permite sentir las cosas de otra manera”, escribe Yvonne Pierron: “Mi fe me permite no dejarme destruir por el sufrimiento. Para mí es una fuerza mayor”. Esa fe es lo que le ha permitido vivir hasta ahora a Pierron, hoy de 81 años, para ser testigo de la próxima condena al “Ángel Rubio”. Y entonces alguien escribirá un libro que se titule: Astiz, el carnicero que recibió su merecido.
Fuente:
http://www.larepublica.pe/archive/all/domingo/20100117/22/node/244591/todos/1558
No hay comentarios:
Publicar un comentario