martes, 16 de febrero de 2010

Mandela, Piñera, y una Concertación en el Perú

20° aniversario de la liberacion de MANDELA

Por: Alfredo Barnechea

Esta semana se cumplieron 20 años de la liberación de Nelson Mandela.

Ese evento marcó el comienzo del fin del apartheid, uno de los más horrendos sistemas sociales y políticos.

La lucha contra ese régimen significó algo mucho más trascendente que un proceso de liberación nacional, o una lucha de clases sociales, o una lucha por la libertad religiosa. Fue una lucha por una dignidad mucho más básica: que un ser humano es igual a otro con prescindencia del color de la piel. Doscientos años después de la Revolución Francesa, y de la Declaración de los Derechos del Hombre, el apartheid era un estigma para la humanidad.

Cuando Mandela salió de la sombra, de 27 años en una estrecha prisión, lo que emergió no fue la venganza, que hubiera sido enteramente comprensible, sino el perdón, la muestra de una grandeza moral que hace a Mandela, para tanta gente en el mundo como yo, un santo laico, probablemente la más extraordinaria figura del último medio siglo.

Porque encarnó, además, para quienes creemos en la nobleza de la política, que esta no es un instrumento para exaltar pasiones, sino para transmitir la fuerza extraordinaria de la compasión humana, que crea una casa común para los hombres.

No ha habido desde Gandhi una figura igual. Gandhi puso a la política en una zona fronteriza con la religión, y Mandela es lo más cercano a esa experiencia.

Los lectores tienen ahora la oportunidad de ver la gran película de Clint Eastwood, Invictus, para apreciar el liderazgo de Mandela, y su capacidad para construir una "narrativa" de reconciliación nacional.

Mandela no era un "administrador". Su liderazgo se dirigía a zonas más profundas de la ciudadanía. Era, no encuentro otro término más adecuado, un unificador de almas.

Cuando alguien mire el mapamundi, a mediados de este siglo, verá, en el cuerno del África, una gran nación, Sudáfrica. Probablemente no ha solucionado aún muchos problemas. Pero ya es un país "normal". Nelson Mandela lo sacó de la barbarie de los tiempos y lo hizo ese país como los otros, donde la política tratará en adelante de esos problemas más prosaicos no resueltos.

Doy ahora un salto en el tiempo, y en el espacio, y atravieso el Atlántico hasta Chile, donde esta semana Piñera presentó su gabinete.

Cuando fue electo, mi amigo Andrés Oppenheimer dijo que sería un Lula de centroderecha. Lula partió de la izquierda radical pero una vez en el gobierno se corrió al centro, y borró la escisión nacional. Un ejemplo apto de la "triangulación", esa técnica de apropiación de los temas del adversario, que Dick Morris le propuso en 1994 al acorralado Bill Clinton.

Se dijo siempre que Brasil era el país del futuro, y los cínicos agregaban que siempre lo sería. Pero hoy Brasil ha arribado al futuro, en parte gracias a la "narrativa" unificadora, a la promoción de la autoestima, de las que Lula lo ha proveído.

Piñera venía de una familia democristiana, había votado No en el referéndum sobre la continuación de Pinochet, y sus primeras declaraciones presagiaban la intuición de Andrés. Pero he aquí que nombra ese gabinete, tan parecido a él, y quizá poco representativo de la diversidad de Chile: casi todos hombres, casi todos empresarios, casi todos con algún MBA. Niños de Las Condes.

Hasta 1970, Chile fue ese país austero, y esa república parlamentaria donde cabían todas las facciones. En la época de Alessandri, Frei y Allende veraneaban juntos. La división comenzó con Allende, que trató de forzar una vía socialista con el apoyo de un tercio del país, excluyendo a los otros dos. Pinochet convirtió esa división en un foso.

Hoy el paisaje electoral y sociológico chileno se parece, más que al de los países latinoamericanos, al de España: dos grandes campos, izquierda y derecha y, al centro, una pequeña franja de votantes "móviles".

Piñera podía haber intentado volver al esquema pre-1973, cuando la DC no estaba en la misma trinchera que los socialistas y sus vástagos. Pero este gabinete no da señales de esa estrategia, y de trascender la división chilena.

Representa, además, esa ilusión de creer que la política requiere sólo de "eficiencia", de mejor gestión, que los empresarios aportarían. Como lo muestra Mandela, la política trata con la búsqueda de grandes propósitos, de "narrativas".

Así las cosas, ¿en cuánto tiempo surgirá una nostalgia de la Concertación?

Salto ahora al Perú, un país políticamente mucho más fragmentado, donde se necesita, entre otras cosas por eso, una gran Concertación. Ella le daría al país estabilidad, representación, un soporte político para un programa de largo plazo.

Les ponen un límite legal a los aspirantes a candidatos, y los partidos estallan por los aires. Hay acaso bloques de votos, pero no partidos, con la excepción del APRA (aunque también esté a leguas de distancia del gran partido que fue), y de algunos frentes regionales que tienen cierta consistencia.

El Perú necesita una nueva "narrativa". El 2006, lo que dio el triunfo a Alan García no fue la esperanza sino el temor. Necesitamos transformar la política del miedo en una política del cambio. ¿Pero cómo organizar una Concertación? ¿Entre quiénes? ¿Cuál sería la unidad de su propósito?

Este debate crucial brilla todavía por su ausencia, y todos los candidatos en vitrina no ofrecen sino más de lo mismo.

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