Por Gustavo Gorriti
En unos pocos días, el lunes 17, habrán transcurrido treinta años desde el inicio de la insurrección senderista. Empezó como un parpadeo siniestro de sombras lejanas en un día de esperanza, que casi nadie notó, y se convirtió en el conflicto interno más grande y grave de nuestra Historia.
Toda guerra es una dramática confrontación de fuerza entre colectividades, pero no hay dos guerras iguales entre sí. En cuanto a motivos y consecuencias, las hay desde las aparentemente banales (digamos “la guerra del fútbol” entre El Salvador y Honduras en 1969) hasta aquellas cuyo resultado afectará radicalmente una región, una nación, un continente o el mundo. En esos casos, la victoria o la derrota cambiarán la manera de creer, de pensar, de vivir y de sobrevivir de la gente por decenios y hasta por siglos. Podemos pensar en varias, ¿no cierto?, desde las guerras religiosas hasta la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué hubiera pasado, cómo hubiera sido el mundo, si en lugar de sucumbir, hace 65 años, entre llamas e infamia, hubiera triunfado el nazismo?
El siglo pasado fue de guerra de las ideologías. Los ventarrones del siglo XIX se convirtieron en las tempestades del XX, en el cual interpretaciones integrales del mundo guerrearon entre sí y convirtieron hasta a la filosofía en un campo de batalla. Desde Rusia en 1905 hasta Chuschi en 1980, las ideologías en guerra disputaron continentes, mataron a decenas de millones de personas en contiendas asoladoras, que demandaron sacrificios y hazañas inmensos para terminar, luego que la arterioesclerosis alcanzara a sus protagonistas, en las grises y prosaicas decadencias que siguen a los sueños excesivos. De Dien Bien Phu a las maquilas, solo en Vietnam, ¿cuánto sufrimiento, heroísmo, imaginación y esfuerzo se derrochó para terminar compitiendo por fabricar las zapatillas de marca más baratas?.
La tragedia del marxismo con guiones (-leninismo-stalinismo-maoísmo…) fue crear y creer en el dogma de que el sentido de la Historia, que determinaba inexorablemente el destino de los pueblos, precisaba también de una ruda ingeniería social cuya primera parte consistía en la demolición sangrienta de estructuras humanas.
Así, el supuesto futuro de felicidad se conquistaba con la muy real violencia del presente. El cómo hacerlo, sin embargo, no era un saber pragmático ni técnico sino uno filosófico, donde la menor desviación de la línea “correcta” podía tener resultados catastróficos y debía, por eso, ser sancionada con la purga y sus a veces letales consecuencias.
Todo el mundo comunista vivió esa falacia –que atrajo también a algunas de las mayores y mejores inteligencias del siglo pasado–, a través de algunas grandes hazañas y muchos peores sufrimientos, en la mitad del mundo y más allá, hasta su colapso. Entonces se despertaron de las ruinas de un sueño que antes de hacerse polvo se había transformado en una gris y corrupta incompetencia de burócratas criminales.
POCO antes de su caída final, cuando ya era claro para algunos que el comunismo se batía en retirada por todo el mundo (el cisma chino-ruso, la derrota de la “revolución cultural”, la supresión de rebeliones en Europa del Este, la guerra entre China y Vietnam y entre Vietnam y Camboya, fueron signos de debilitamiento y decadencia que unos pocos analistas interpretaron correctamente), fue cuando un grupo de comunistas ultraortodoxos trató de enmendarles la plana a los tiempos, reorientar el curso de la Historia, remar contra la corriente y llevar a cabo la más radical de las revoluciones comunistas. Era Sendero Luminoso, y le tocó al Perú, nos tocó a nosotros.
Sendero empezó la guerra en una aldea apartada en el fondo de los Andes, pero sus objetivos no eran locales, ni siquiera nacionales, sino mundiales. Para ellos, comunistas ortodoxos, versados en la historia oficial del stalinismo y el maoísmo, visitantes y seguidores fervientes de la “revolución cultural” en China, lo que estaba en juego era el comunismo, que sentían traicionado por Jruschov y Deng Hsiao Ping. Reclamaban ser los iniciadores de una contraofensiva estratégica y los nuevos portaestandartes de la revolución mundial.
Ese contraste entre la lejanía andina y la fanática visión global fue uno de los aspectos que más confundió a la gente en esos años. Pueblos apartados en la sierra, a los que se llegaba después de días de caminata, mostraban estridencias de pintura roja en sus plazas, con pintas tales como, “¡Viva los cuatro de Shanghai!” o “Deng Hsiao Ping, ¡traidor!”. El preludio de los cadáveres de perros colgados de postes en el centro de Lima, con carteles borroneados con el “Deng Hsiao Ping, hijo de perra”, llevó a pensar a muchos de que la insurrección estaba organizada desde un manicomio de la localidad; pero se trataba, por lo contrario, del tipo de grito pintado que cualquier agitador de la “revolución cultural” china hubiera reconocido de inmediato.
Así que el día aquel, 17 de mayo de 1980, en el que los peruanos fuimos a elegir, después de doce años de gobierno militar, a quiénes encargábamos el gobierno del país con las limitaciones de tiempo y de poder propias de una democracia, el incidente lejano y apenas reportado en Chuschi fue la advertencia de un grupo pequeño pero organizado, fanático, planificador y decidido, de que nos iba a negar violentamente ese y todo albedrío.
La guerra interna empezó entonces, pero muy pocos lo supieron, incluso mucho después. El contraste entre fines y medios, entre la planificación estratégica y la aparente irracionalidad táctica, fue para muchos –especialmente entre quienes debían comprender y saber– un infranqueable abismo cognitivo.
LAS batallas que supuestamente iban a definir la suerte del siglo XXI se libraban en lugares remotísimos con armas apenas mejores que las que se blandieron en las guerras olvidadas del neolítico. Desde entonces y a lo largo de la guerra, mucha gente murió sin saber por qué la mataban; y mucha gente mató sin saber por qué lo hacía. Fue, sobre todo desde el Estado, una guerra de ciegos, de impostaciones ideológicas sobre la realidad, no por postizas menos letales.
Meses después, sin embargo, Sendero amenazaba todo Ayacucho; y años después, el Perú. En distritos, pueblos y comarcas enteras, el destino de la gente cambió bruscamente y pasó a oscilar, día tras día, entre la vida y la muerte.
Mientras se vivió y se sufrió, no se comprendió ni el enemigo ni la guerra; y luego de ganarla, se la trató de olvidar, como se intenta borrar un trauma desgarrador, un mal recuerdo o un miedo que no se pudo controlar.
Pero hay que recordarla y documentarla y comparar testimonios y memorias. No solo por razones legales o morales, sino porque necesitamos alimentarnos de nuestra historia y porque nada empobrece más a un pueblo que los pasados falsos y los hechos postizos. Y porque además, junto con la crueldad, los arrasamientos y las muertes, hubo muchos casos de abnegación, de coraje, de estoicismo, de creatividad y de puro heroísmo que no deben ser olvidados.
En la medida que la actualidad no lo impida, escribiré durante este mes sobre algunos de esos casos y esos personajes; y sobre los hechos que fueron decisivos para el resultado final del siniestro histórico que arrancó con aquella chispa lejana.
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