Autor: Patricia del Río
Nací en hogar católico, me bautizaron sin consultarme, hice mi primera comunión a los ocho años y me confirmé justo antes de salir del colegio. Yo era de las niñas que asumía su religión con disciplina, pero sin mayor entusiasmo. Siempre me pareció que pertenecía a una iglesia en la que las mujeres no pintábamos para nada. Cuántas veces en el colegio nos quedamos sin misa porque no llegaba el cura. No importaba si había cincuenta religiosas que se supieran el rito de memoria. Sin sacerdote, las mujeres éramos almas desvalidas incapaces de recibir la gracia de Dios.
Con el tiempo, mi brecha con la Iglesia se ha ido acrecentando: no entiendo por qué tendría que formar parte de una institución que no les permite a las parejas escoger los métodos anticonceptivos que les plazcan, o que inculca la culpa como motor de la educación en los niños. No me siento cómoda avalando, con mi feligresía, contradicciones tan pavorosas como que en todas las playas de Asia hay un cura disponible para hacer misa, pero hay pueblos del Perú donde los niños llevan el pelo hasta la cintura (la tradición dicta que no se les debe cortar hasta que se bauticen) porque hace años que por esos lares no aparece un sacerdote. Podría seguir citando argumentos, pero ese no es el sentido de esta columna. No soy una militante anti-Iglesia, ni nada que se le parezca, y he ordenado mi vida de tal modo que me acerco a Dios de otras formas sin fastidiar a nadie. La pregunta es, si yo, como miles de peruanos, he podido laicizar mi vida, por qué el Estado peruano no.
Está claro que Jaime Bayly, nos guste o no, marcará buena parte del debate durante la campaña electoral. Si ha influido fuerte en procesos en los que no participó activamente, imagínense lo que pasará si ahora se lanza. No abrazo todos sus credos y no estoy segura de que se esté tomando en serio todos los temas que plantea, pero sobre este punto me declaro su absoluta seguidora: basta ya de resignarnos a vivir bajo la tutela de un Estado que se dice laico y no lo es.
Hasta cuándo la Iglesia seguirá metiendo su cuchara en políticas de educación sexual o salud reproductiva. Por qué tenemos que avalar, con nuestros impuestos, la subvención a una institución religiosa que no quiere que se promueva el uso del condón para sexo seguro, o que impide a las mujeres tomar la 'píldora del día siguiente’. Por qué los obispos y curas reciben un sueldo que se paga con los recursos de todos los peruanos, de los justos y los pecadores, y los militares y policías, en cambio, tienen casi que mendigar para que les aumenten cien soles.
Este no es un tema de dinero, es un tema de principios. Vamos a ver cuántos candidatos presidenciales se animan a comprometerse con esta causa. Amén
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