martes, 31 de julio de 2012

¿CUÁL ES EL COLOR QUE LE CAERÍA BIEN A LA IZQUIERDA PERUANA?


¿CUÁL ES EL COLOR QUE LE CAERÍA BIEN A LA IZQUIERDA PERUANA?

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Dice Alberto Adrianzén en “Apogeo y crisis de la Izquierda peruana” (diciembre 2011): “En la década de los ochenta, es decir hace treinta años, la izquierda peruana era, acaso, la más grande de América del Sur. Ello era expresión de décadas de trabajo político tanto en el campo como en la ciudad, pero sobre todo de una suerte de simbiosis con el pueblo peruano.” Falso. La presencia realmente significativa de la Izquierda en el Perú no se debió a las “décadas de trabajo político” en el campo y la ciudad. Eso es como decir (porque se dijo realmente) que Susana Villarán ganó las elecciones municipales porque la izquierda “ha ganado espacios en los sectores populares”. Falacia. Susana ganó por el impactó que generó su sonrisa, tierna en el momento oportuno, y sus gestos medio maternales, frente a lo acartonado de Lourdes Flores. No hubo un componente ideológico que estimulara la simpatía electoral. Lo que pasó con la Izquierda a principios de los años 80 si tuvo una carga política; pero no por esfuerzo propio. Se debió a esto: el gobierno de Velazco irrumpió con discursos y actos de corte “revolucionario” que prestigiaron en alguna forma todo aquello que tuviera que ver con reivindicaciones populares y cambios en las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales. Empleando una palabra muy grata a Paulo Freire, diría que la “revolución” se había introyectado en los peruanos. El cambio de rumbo que le dio Morales Bermúdez a las cosas dieron lugar a una suerte de indignación que alimentó el “antisistema”. Por ello es que la Asamblea Constituyente se pobló de gente progresista y, digamos, radical, que apostaba por el cambio. Hugo Blanco y su perorata violentista pegó fuerte (recuerdo más o menos lo que dijo frente a las cámaras de TV: “Fuimos un país orgulloso por su harina de pescado; la harina se iba a alimentar a los galgos de Londres, y nosotros nos quedamos con el orgullo”). La izquierda tuvo una presencia notable: alcanzó aproximadamente un nada despreciable 30% de la simpatía nacional. No puede negarse que Alfonso Barrantes también puso su cuota a favor: la consecuencia y la decencia. La intensificación de los actos criminales de Sendero Luminoso fue la estocada que lentamente iba destruyendo (así como destruyó miles y miles de vidas sobre todo de gente humilde) la primavera, el esplendor, de la llamada izquierda democrática. Muchos (claro, por la satanización que comenzó a generalizarse) empezaron a confundir las cosas: “izquierda es violencia, izquierda es destrucción”, pensaban. Pudo haber tenido algún efecto la división de enero de 1989, pero el golpe mayor -de con secuencias irreversibles- se produjo en diciembre de ese año, cuando cayó el muro de Berlín tras cuatro años de trabajo continuo que ejerció Mihail Gorbachov minando las bases del socialismo. La Izquierda peruana, por grande que hubiera sido el esfuerzo de algunos de sus líderes y a pesar de las enseñanzas de Mariátegui (“ni calco ni copia”), ha sido siempre un remedo sin imaginación de lo que pasaba fuera de nuestras fronteras, más allá de nuestro territorio. Nació y creció (digo, es un decir) y así también se esfumó. Ahora solo es un nombre y unos cuantos adjetivos y algunos gestos de altisonancia y rabia. Procuró ser un proyecto o un sueño, ahora es solo una pesadilla. Ahora, en medio de desconcierto, extravío y desvarío, quisieran, tal vez, despigmentarse la piel por la moda de la ecología. Hay personajes respetables, honrosos, consecuentes y decentes; pero son la excepción. Repito lo que dije antes: la Izquierda nuestra ya no es revolucionaria, ahora es conservadora. Pero, claro, lo último que debe perderse es la esperanza que, como sabemos, es verde.

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